martes, 11 de enero de 2011

Baltasar

¡Qué calor tengo! Aunque descubro que saber que iba a tener calor, no lo amengua. ¡Y son apenas las seis de la mañana! ¿Cuánto tardarán en llegar los reyes? Eso me pregunté hace cuarenta años en este mismo rincón, el escondite perfecto donde tenía una vista privilegiada de los baldes con agua y con pasto que habíamos dejado al lado del pesebre. No sabía si estaba más ansioso por el regalo que recibiría o por conocer a los reyes. A mí solito se me había ocurrido la idea. Estaba cansado que el Raulito, el más fastidioso de mis vecinos, me dijera que los reyes eran los padres. Yo le iba a demostrar (“me” lo iba a demostrar) que los Reyes sí existían. Aquel hueco entre el sillón del living y la estufa de leña era ideal. Ni a plena luz del día casi podía distinguirse lo que allí había. Pero, por las dudas, me había llevado el cubrecama para hacer una especie de carpa. No podrían saber que yo estaba allí escondido. Para que nadie descubriera mi estratagema, había tenido que esperar a que papá, mamá y mis hermanos se hubiesen dormido. Ser el más chico de la familia tiene sus costos. Mucha paciencia había tenido para mis escasos seis añitos. Sin embargo, con la fuerza de la decisión, había aguantado y allí estaba, agazapado como en una trinchera, lleno de preguntas. ¿A qué hora pasarían? ¿Sería durante la noche o en la madrugada? ¿Alcanzaría un solo balde de pasto para los tres camellos? Si comían en cada casa que visitaban, sí. ¿Cómo entraban a la casa? ¿Los camellos harían ruido de pasos como si fuesen caballos? En mi escondite secreto hacía más y más calor. De la calle, los autos que pasaban hacían dibujitos con las luces, como estrellas fugaces que pasaban iluminando las paredes. Mis párpados pesados jugaban con adivinar por dónde vendría el siguiente destello. A medida que más tarde se hacía, más tranquila se ponía la calle y menos luces cruzaban el cuarto. No sé cuánto pasó hasta que por fin, con la fuerza de un relámpago, una gran estela azul cruzó por el techo y las paredes y se detuvo, sin desvanecerse, sobre la estrella de Belén del pesebre. No había ningún sonido, pero la luz no desaparecía. Sobre la misma estrella, el resplandor brilló con más intensidad y comenzó a parpadear. Y entonces oí ruido de pasos. Muchos pasos. De repente sobre la pared opuesta al pesebre, parecía haberse abierto un gran hueco rodeado de luz y de a uno fueron entrando los tres Reyes Magos. El último era Baltasar; lo distinguí porque era negro. Con las manos arrebatadas de paquetes se acercaron al pesebre. Eran mucho más altos de lo que imaginaba. Me decepcionó un poco no ver a los camellos. Tal vez esperaban afuera. Baltasar dejó el regalo esperado sobre mis zapatos. Los otros dos, hicieron lo propio en el resto de los zapatos. Después tomaron los baldes con el agua y el pasto y salieron los tres. Al rato, volvió Baltasar para dejar los baldes vacíos otra vez junto al pesebre. Y cuando así lo hizo, se dio vuelta y me miró. Yo me acurruqué más atrás aún en mi escondite. Era imposible que allí me viese. Pero el siguió mirándome fijo y comenzó a caminar hacia mí. Toda la fantasía, toda la emoción se habían convertido en pánico. Recién ahora reflexionaba que tal vez ellos no querían ser vistos; quizá por eso venían furtivamente por las noches. ¿Qué pasaría ahora que los había descubierto? ¿Se enojarían? No, entenderían, si yo les explicara, que todo esto lo hacía no por curiosidad, sino para demostrarle al incrédulo del Raulito que ellos no era una mentira de los padres. Baltasar seguía mirándome fijamente y cuando mi pequeño corazón parecía que iba a estallar de miedo, me sonrió. Se inclinó sobre mí y con suavidad quitó el cubrecama dejándolo caer al suelo y descubriendo mi escondite secreto. En ese momento el rugido de auto volvió a llenar la habitación de luz y quedé enceguecido, al punto ya no pude distinguir más el Rey Mago que se acercaba. Esta vez la luz del auto tampoco se fue y toda la habitación estaba iluminada como si fuera de día. Y era de día. Tardé algunos segundos más en reaccionar y entender bien lo que ocurría. Allí estaba yo, acurrucado en mi rincón con la cabeza apoyada en el suelo. A los pies de mamá estaba el cubrecama que otrora fuera mi tienda de campaña. Me sonrió y con el dulce reproche de “¿qué hacés acá?”, me tomó por las piernas y por la espalda, me levantó del suelo y me llevó a la cama. Al pasar, con mi cabeza desmayada en sus brazos, pude ver, sobre mis zapatos, el mismo paquete que dejara Baltasar unos minutos atrás. Así es, ése es el recuerdo más extraño y más emocionante que tengo de la noche de reyes. Y ahora estoy de nuevo, cuarenta años después, agazapado en el mismo rincón, esperando. Pasé casi toda la noche durmiendo en una cama que, a pesar de ser la de mi niñez, ahora me resulta extraña. Me levanté con los primeros albores del día y tan en silencio estaba la casa que vine, cubrecamas en mano, a ocultarme otra vez a mi rincón. A esperar otra vez el gran acontecimiento. Hace un rato que estoy acá y ya tengo las piernas medio acalambradas, lo que me recuerdo que los años que pasaron son muchos. Pero sin embargo, la epifanía está apunto de ocurrir otra vez. Siento venir desde las habitaciones unos pasos sigilosos, casi arrastrados. No son reyes ni camellos. No es Baltasar. Pero sus brazos están llenos de regalos. Recién entonces descubro que no pusimos los zapatos ni el agua ni el pasto. Ella también lo nota. Claro, ya no hay niños en la familia, los más pequeños son adolescentes. Sin embargo, no se inmuta de que hayamos olvidado la ilusión y la frescura de la niñez. Ella las conserva por nosotros. Y acomoda prolijamente alrededor del pesebre todos los presentes, con sus envoltorios y los infaltables cartelitos. Esta vez, ni siquiera sospecha que como hace cuarenta años estoy allí, otra vez, agazapado, presenciando el milagro de cada año. Sin mirar atrás, sin descubrir mi escondite, se marcha, tal vez a dormir otro rato, o tal vez a poner la pava y prepararse unos mates mientras espera que todos se levanten. Hoy, seis de enero, todos los que dormimos en la casa, hijos, yernos y nueras, nietos y nietas, tendremos un regalo de reyes. Todos, menos ella.

martes, 22 de diciembre de 2009

Mi "Papá" Noel


Mi “Papá” Noel
(basado en un historia real)


En mi familia, es una tradición juntarnos para la Navidad todos mis hermanos (ocho en total) y todos mis sobrinos (ya perdí la cuenta de ese número). A medianoche, alguien se disfraza de Papá Noel y reparte regalos a los niños… y para algunos grandes también. Si bien no siempre es el mismo, debo confesar, en detrimento de mi habitual modestia, que siempre fui el mejor para ese papel y que cada año que me toca hacerlo, mejoro un poco mi histrionismo.
Especialmente, quiero hoy recordar esa Navidad que fue tan especial para mí. En mi afán de hacer más realista el personaje, en vez de aparecer por un pasillo o desde dentro de una habitación, ese año me subí a la terraza y bajé, para sorpresa de todos, por un escalera de madera estratégicamente preparada para la ocasión, cargando la gigantesca bolsa blanca donde, antes, todos los tíos habíamos puesto los regalos para nuestros hijos. ¡No puedo describirles la emoción que es para mí ver los rostros de felicidad de los niños! Algunos más grandecitos ya saben o empiezan a sospechar… Pero están los que aún creen en la mágica figura de Papá Noel y cuando aparezco con la linterna y la bolsa, sus ojos se iluminan con un brillo que es mezcla de admiración, de expectativa, de temor. Empieza entonces el mágico rito de repartir los regalos. Saco un paquete de la bolsa, alguien lee el cartelito con el nombre allí escrito y entonces veo dos manitos temblorosas estirarse y una voz, casi en un hilo decir “¡soy yo!” y con sus bracitos rodean el paquete donde están contenidos todos los sueños y todos los desvelos de las últimas jornadas. Y ser un testigo privilegiado de esa reacción y ser yo, indignamente, el receptor de esa adoración, me hace agradecer a la vida cada Navidad en que soy el Papá Noel de ese año. Como cada año, ese Navidad, mis ojos se llenaron de lágrimas al ver la más pura inocencia en la ilusión de mis sobrinos. Me gustaría hacer una reflexión más profunda, pero mis estudios incompletos me hicieron menos expresivo de lo que quisiera y por eso son siempre mis ojos, y no mis palabras, los que acusan los verdaderos sentimientos que se desatan en mi interior.
Repartidos todos los regalos, aún en medio de la oscuridad (siempre apagamos las luces para que los niños más perspicaces no sospechen) los niños me dieron un beso en mi falsa barba de plástico y me despedí sin hablar, subiendo por la escalera y desapareciendo por la azotea. No fue difícil después salir de la casa, pues todos los niños estaban entretenidos desgarrando los envoltorios y mostrándole a todo el mundo lo que les trajo Papá Noel.
Salgo a la calle, me subo al auto y voy hasta mi casa (unas pocas cuadras de donde se festejaba la Navidad) para sacarme el traje y volver a ser el mismo de antes, a despegarme ese mágico disfraz que por algunos minutos me hace un ser venido del más allá, el mito viviente, el pródigo benefactor. Llego a casa, detengo el auto frente al portón de la cochera y me bajo para abrirlo cuando… por la vereda se acercan dos niñitos pequeños tomados de la mano. Y se quedan ahí, como detenidos en el tiempo, paralizados, escrutándome. Yo, inconsciente al principio de lo que sucedía, seguía buscando entre los bolsillos del verdadero pantalón (por debajo del traje) la llave del portón, preguntándome qué hacían esos niños solos a esas horas de la noche y por qué me miraban tan fijamente. Y en un momento se hace la luz y caigo en la cuenta de que aún soy el personaje, de que si bien el momento mágico ha terminado para mí y para mi familia, el disfraz le dice a los ojos tiernos de los dos pequeños desconocidos, que aún soy Papá Noel. Vuelvo, entonces, a ser el de hace unos minutos; oculto en la barba y el traje rojo y en el cinto negro, soy otra vez y en el alma de esas dos pequeñas criaturas, la Navidad. Ahora soy yo el queda detenido en el tiempo. Hubiera dado un mundo por saber qué pasaba en esas cabecitas, que sentían esos cuerpitos cuyos ojos, de tan grandes que los tenían abiertos, desbordarían, al ver frente suyo y en exclusividad, al mismísimo Papá Noel. Sus sonrisas de dientes pequeños y separados produjeron tal sacudón a mi inmovilidad que empecé a buscar desenfrenadamente cualquier cosa que tuviera en mis bolsillos, un caramelo, una golosina… pero nada. No sé si ellos esperaban algo. Los niños son sorprendentes en la simpleza de sus expectativas. ¡Pero yo era Papá Noel y mi bolsa estaba vacía! Al fin, sin nada para darles, caí de rodillas y los abracé y les dije con voz impostada ¡Feliz Navidad! y ellos dieron media vuelta y salieron corriendo a contar una historia que nadie creería: en la calle se había encontrado con Papá Noel.
La vida en su dinamismo nos muestra, a veces, su peor faz y lo atestiguan los duros golpes que me deparó el destino. Esta vez, sin embargo, me mostró su costado más loable, casi en un intento de compensar. Y así lo tomé. No sé cuánto tiempo pasé hincado en la vereda, no queriendo despertar de la embriaguez, de esa ilusión de que la ilusión sea real, de que el verdadero Papá Noel exista porque entonces, existen el bien, la generosidad, las ganas de ser mejor; y que existe la niñez… y la pureza… y la esperanza. No sé bien cuándo ni cómo sucedió. En algún momento me desperté y volví a lo cotidiano y me quité el disfraz de mi piel y volví a ser el hombre común, el padre y el tío que mejor hacía de Papá Noel. Pero llevo conmigo este verdadero regalo navideño y se lo cuento ahora a mi familia para que ellos me ayuden a conservarlo a través de los años.






In memoriam R.F.V.

jueves, 11 de diciembre de 2008



Un regalo al revés
(Cuento de navidad)
La bolsa de nylon, blanca, sin ninguna figura impresa, parecía tener vida propia. Caminaba sobre la vereda, movida por el viento, deslizándose como si fuese un pequeño animal. Una de sus manijas estaba rota y vuelta a unir con un nudo. El auto ronroneaba frente al garage mientras, una por una, abría las hojas del portón. La bolsa aceleró su marcha y se metió adentro. Fui a buscarla y, para no tocarla, la enganché con la punta del pie y la empujé hacia afuera. La bolsa se aferró a mi zapatilla como si estuviese pegada. Di varias patadas en el aire, sacudiendo el pie pues no quería tomarla con la mano. Al fin, en una ráfaga de viento, se zafó de mi pie y voló, redonda, con sus manijas desparejas, haciendo piruetas. Terminé de abrir el portón, entré el auto y cuando fui a cerrarlo... allí estaba otra vez, sobre la vereda, reptando sigilosamente hacia mi puerta, con la manija sana en alto y la del nudo, contra el suelo. Me paré en medio de la vereda y cuando llegó hasta mí, otra vez la enganché con el pie y otra vez fue esa especie de floreo, ella aferrada a mi zapatilla y yo, coceando en el aire como un bailarín clásico. Caminé varios metros y al fin logré despedirla. Se alejó por la vereda y súbitamente volvió a elevarse. La seguí hasta que se hizo pequeña y no la vi más.
Hasta el otro día.
Como una filmación casera vuelta a reproducir, todo ocurrió de la misma manera: el baile ritual y la bolsa lidiando con mi pie, escapando, inflándose de viento, girando sobre sí misma, aprovechando las corrientes para elevarse como un globo aerostático. Y el tercer día lo mismo y el cuarto lo mismo. Y la víspera de la Navidad… casi lo mismo. Porque esta vez apareció y no sé si por la nostalgia propia de la fecha, ya no pude echarla. Es más, esperaba su llegaba y estoy seguro que la hubiera extrañado si, con su oreja de nudo caída, no hubiese aparecido rezumando su gacha mansedumbre. Esta vez la dejé entrar y ella, sorprendida, avanzó hasta el medio del garaje y se quedó como mirándome, no sé si esperando a que fuera a patearla o tal vez, azorada de su propia libertad de estar ahí, por fin, sin restricciones. Terminé de abrir el portón y ella se corrió hacia un costado para que entrara el auto. Así lo hice y cuando me bajé, me detuve otra vez a mirarla. Aún sin viento, la oreja rota se elevó en al aire y la bolsa abrió la boca, propiamente como si fuera a decir algo. Y yo esperaba que así fuera, tanto, que me quedé mirándola atento porque tenía la sensación de que hablaría o ladraría o no sé que saludo onomatopéyico emitiría. Se arrastró algunos centímetros en mi dirección y se detuvo a mis pies. Después de casi un minuto, me reí de mí mismo y fui a cerrar el portón. Una hoja, dos, tres y otra vez sentí su serpenteo acercándose, las dos asas elevadas (la del nudo parecía estar más arriba que la otra) y aún cuando no había ninguna corriente de aire, la bolsa de nylon blanca palpitaba a mis pies, en ritmo sinusal, abriendo y cerrando su blanca boca.
Y era como hablar. Algo iba a decirme o… algo me decía. Qué hace una bolsa blanca, anónima, vacía, comportándose como una pequeña mascota, yendo y viniendo, insistiendo en entrar a mi casa, insinuándose, abriendo su boca… Una idea se cruzó por mi cabeza, una idea loca, que después tomó forma y ya no pareció tan loca y finalmente fue certeza. Papá Noel. Me visitaban las viejas ilusiones de la niñez, me invadía la nostalgia del regalo esperado, de ver llegar justo a las doce, en un programado apagón de luces, con una linterna, alguno de mis tíos disfrazado portando una gigantesca bolsa blanca llena de regalos. Papá Noel. En vísperas de Navidad, allí estaba, con su bolsa blanca… pero vacía. Y vacía, sí, porque esta vez me tocaba llenarla. No iba yo a sacar algo de ella, con el nombrecito pegado en el paquete. Iba a poner algo dentro. E iba a dejar que se lleve todo lo que yo metiera. Nunca había recibido un regalo así, un regalo… al revés. ¿Qué pondría? De repente sentía en mis manos y en mis ojos, todas las sensaciones de la niñez, la ilusión de la Navidad. ¿Que dejaría dentro de la bolsa blanca? Todo aquello que me pesaba y de lo que quería desembarazarme. Puse mis quejas y mis protestas de panza llena, los pequeños y vanos anhelos, los deseos superficiales. La bolsa se llenó con todas las incredulidades que de grande me hicieron grande; se llenó de desesperanza, de materialidad, de rigidez, de ambición, de todo aquello que con los años me privó de la madurez de la infancia; puse algunos enojos, algunos gritos, algunos rencores; puse abrazos negados, empujones, pisotones. La bolsa palpitaba al compás de mis depósitos y creció y creció y llegó a ser tan grande como la bolsa de Papá Noel de aquellas Nochebuenas de la infancia. Yo, como ella, vibraba de emoción, de espíritu navideño, de angelitos que sobrevolaban este mágico encuentro. Dos lágrimas cayeron de mi ojos justo dentro de la bolsa y ésta, sola, se cerró con dos nudos, me esquivó, se arrastró pesadísima hasta la calle, y enseguida emprendió un vuelo, como llevada por pájaros, hacia el medio de la noche que comenzaba a caer y se llevó todo, les juro que se llevó aquello que angustiaba mi corazón y todo lo me quedó me pareció bello, vibrante, vivible. Esa Navidad abracé como nunca, reí a más no poder y elevé los ojos a la simbólica estrella y le dije, al Niñito Dios, “gracias por todo” y “ayudame a ser más bueno” y me sentí, ante la vida, como el niño aquel que se sentaba frente a los obsequios de navidad con los ojos llenos, llenos de felicidad.

domingo, 20 de julio de 2008

FELIZ DIA MIS AMIGOS!!!!


KILL BILL

Sonaba el silbidito de la película Kill Bill, pero no podía atender. Con una mano sostenía las pizzas y con la otra el vuelto. Había tocado el portero eléctrico con el codo. Al fin le abrieron, entregó el pedido, cobró, dio el vuelto (un peso de propina) pero cuando al fin tuvo las manos libres, la melodía dejó de sonar. Se pasó la mano por la frente para secar el sudor y preocupado miró el identificador de llamadas: seguro que le estaban reclamando un pedido, estaba muy atrasado con las entregas. No, la llamada perdida era de Juan. Ya te llamo, amigo, cuando termine te llamo. Se subió otra vez a la moto, consultó la próxima dirección y salió a toda velocidad, ensordeciendo a la ciudad con el rugir de la motoneta. Kill Bill otra vez. ¿Juan? Bajó la velocidad y sosteniendo el manubrio con una mano, hurgó con la otra su bolsillo. Presionó la tecla verde. ¿Hola Juan? Que Juan ni Juan, ¿y el pedido?, hace una hora y media que lo espero, me están arruinando el día del amigo, si no fuera porque tengo toda la gente en casa esperando, suspendo todo. Tendría que haber empezado por ahí, el pedido grande primero, aunque hubiera demorado más el otro. Los gritos seguían escuchándose pero prefirió esconderlos otra vez en el bolsillo del pantalón. Aceleró. Otra vez Kill Bill. Juan, amigo del alma, ya te llamo, ya te llamo. Pero no podía despegar ninguna mano del volante. Iba muy fuerte. Llegó. La música se sentía desde fuera. Llamó, abrieron y entregó las pizzas. Pudo ver, en el interim, que dentro de la casa algunos bailaban, otros amontonados en un rincón miraban fotos en la pantallita de una cámara, otros charlaban y reían a carcajadas. Mientras el dueño de casa traían la plata, miró la llamada perdida. Juan. Uy, hermano querido, cuánta insistencia, gracias loco, ya te llamo. Llegaron nuevos invitados con las manos repletas de cerveza, lo esquivaron sin saludar y entraron. Kill Bill otra vez. ¿Juan? Algunos de los de adentro se dieron vuelta y sonrieron al escuchar el ringtone. La pantallita verde decía “Juancito”. Iba a contestar pero llegó el dueño de casa y le tiró, enojado, dos billetes de cien. Uno parecía falso. Lo miró un poco a contraluz, para mayor fastidio del otro que esperaba el vuelto. No, parecía bueno. Guardó los doscientos y buscó la bolsita con el vuelto justo. Kill Bill se calló. El otro se guardó el dinero en el bolsillo sin contarlo. Y sin propina. Por la demora. Kill Bill otra vez y ahora sí se apresuró a contestar. ¡Juan! No, de la pizzería, tenía más pedidos para llevar, ¿dónde estaba que todavía no había vuelto? Ya voy, acabo de entregar el pedido grande, ya estoy saliendo para allá. Pero suspendería todo un segundo para llamar. Contactos, Juancito, telefonito verde. Llamó, llamó y saltó el contestador. Está hablando, ni siquiera me lo va a registrar como llamada perdida. Telefonito rojo, cortó. Un segundo nada más. Ya voy. Sin moverse de la puerta, esperó unos segundos y llamó de nuevo. Error de comunicación. Las líneas estaban saturadas. Moto, calle, velocidad, pizzería. El resto de la noche no fue muy diferente. Penélope tejiendo y destejiendo. Sísifo. A las dos de la mañana, sentado en el cordón de la vereda, mientras le preparaban un nuevo pedido, miró el celular. Diez llamadas perdidas, quince mensajes recibidos. Ya voy amigo, ya voy. Mensajes, Buzón de Entrada, Juancito, Abirendo mens... Dejá de boludear con el celular y apurate con éstos que son clientes de siempre y lo pidieron urgente. Ya voy, ya voy, ¿hasta cuándo van a seguir comiendo hoy?, Avenida Colón al ¿cuánto?, pero sí es el la loma del... Con la moto repleta volvió a salir a toda velocidad. Kill Bill sonó y dejó de sonar. Kill Bill otra vez y otra vez silencio. Kill Bill, Kill Bill, Kill Bill… Apretó fuerte con una mano el manubrio (la motito vibraba y parecía que iba a estallar), metió la otra en el bolsillo, Juancito llamando, telefonito verde… El pozo era gigantesco y hubo desparramo de moto, motociclista, cajas, pizzas, vuelto... Quedó tendido de espaldas. Los autos le pasaban por el lado a toda velocidad. Ojos turbios, segundos de desconcierto, vuelta a la conciencia, estoy vivo, estoy entero, solo siento la pierna derecha mojada. Se sentó y miró sus pantalones teñidos de rojo. Salsa de tomate. Las cajas y las pizzas decoraban graciosamente el pavimento y los autos se encargaban de ir mejorando el diseño. Volvió tirarse para atrás dejando que la cabeza chocara contra el asfalto. Después de unos segundos, se produjo una vacío. El tránsito cesó como de golpe (por el semáforo de la esquina anterior) y el silencio repentino fue roto por un sonido familiar. Una lágrima rodó por la sien. Más allá, como a veinte metros, boca abajo, con la tapa de la batería salida y con un parpadeo verde… Kill Bill.

martes, 11 de diciembre de 2007


CON LA MIRADA EN EL HORIZONTE
(>>>>>un mensaje navideño<<<<<<)
Para A.B.

Lo que vendrá... quién lo sabe, pero que viene... viene. Y lo que hacemos y lo que hicimos, tiene mucho que ver con lo que esperamos de mañana. Cuando miro hacia adelante, me imagino un futuro donde cesarán los dolores y las angustias; creo en un venir que trae consigo la paz (¡por fin!); creo que llegará el día en que todos los justos serán premiados y los hambrientos alimentados y los sufrientes consolados. Y estoy convencido de que ese mañana podrá ser alguna vez un hoy permanente, si sumamos voluntades.

Creo, fervientemente, que esa tierra prometida es posible y que ya ha comenzado a venir, su semilla bajo tierra ya ha despuntado y será el árbol más grande y más hermoso que jamás se haya conocido. Esa plantita que ya ha nacido se alimenta de justicia, de equidad, de reparto, de inclusión, de abrazo, de aceptación. Las cosas buenas que hacemos se suman y se encadenan y van dejando una huella que otros pueden seguir.

Con la mirada en el horizonte del sol que nace, siento crecer, en estas vísperas navideñas, esa esperanza, esa fuerte esperanza, esa profunda convicción de que algo mejor, viene. A pesar de los mensajes de muerte que escuchamos a diario, a pesar de la prédica mediática de vivir el hoy y sólo el hoy. Estoy convencido de que no desparramo mis ladrillos, sino que los estoy poniendo uno sobre el otro y que busco hacer una torre alta y firme donde después subir y gozar del paisaje, pero donde otros puedan subir también, ahora y después. Busco con fervor no solo gastar, sino también crear; no sólo consumir, sino también fabricar; que si bebo el agua que otro me sirvió, no me iré dejando el vaso vacío, sino que volveré a llenarlo. Y conozco mucha gente con las mismas intenciones. Entiendo que los hombres somos hermanos de los que hoy estamos y de los que fueron antes que nosotros y nos dejaron la tierra que habitamos y de los que vendrán después, y vivirán sobre la tierra que le dejemos. Sé que es posible, que está en la libertad de cada uno elegir sumar, agrandar, agregar... abrazar. Mientras mis pies transitan el camino de los escollos, mis ojos se elevan hacia esa meta, larga peregrinación de generaciones que nos reencontraremos algún día en un casa que estará hecha por todos. Y cada año, contemplando un pesebre, me vuelve a nacer la dicha de seguir construyendo, de sentirme un brote de ese árbol. Y me dan ganas de esperanzar la lucha, de esperanzar la espera, de esperanzar también, el gozo y la alegría, de no bajar los brazos pues los resultados no son inmediatos..................................

.........Enseñanzas que me dejaron largas caminatas en donde el aliento se termina y los pies parecen estallar y las manos caminan rozando el suelo... y sin embargo, en el momento más álgido, alguien te anima, alguien te acerca un vaso de agua, alguien te abraza y te lleva a su lado, alguien se convierte en tu bastón para que no caigas... y cuando finalmente llegás, los ojos se desbordan y el corazón no te cabe de felicidad...

En esta Navidad, quiero esperanzarlos, alentarles el camino, abrazarlos en la marcha, mirando el sol que nace de lo alto, porque la meta es posible y lo vale.

¡Feliz Navidad!

martes, 11 de septiembre de 2007


¿Quien no deja de olvidar a a los maestros? Yo, que soy extramadamente desmemoriado, no recuerdo siquiera los nombres de mis maestras de los primeros años. Pero aún cuando trate de lograr esa memoria, ¿podré recordar cuánto esfuerzo les costó hacerme leer la primera palabra o sacar mi primera suma? ¿Quién recuerda a los padres cuando nos tomaban de las manos para que diéramos los primeros pasos, cuando respondían hasta el cansancio nuestros porqués, cuando soportaban con dolor nuestro rencor por los tantos no? ¿Quien fue testigo de los ojos enrojecidos de las maestras corrigiendo pruebas y preparando sus clases? ¿Quién recuerda como lecciones las reacciones del amigo que nos gritó o se enojó? ¿Quién recuerda lo que aprendimos con los "no te quiero más"? Cuántos maestros pasaron por nuestras vidas, cuántas velas se encendieron para que seamos la luz que somos. Maestros y alumnos. Alumnos y maestros. Este pensamiento nació de alquien que hoy, día del maestro, me saludó (inmerecidamente) y me conmovió y me dije... ¿cuál de los dos es el maestro, si yo aprendí de él tanto (y fueron tiempos duros los que compartimos en nuestro quasi exilio)? Y me surgen más cosas desordenadamente: los niños que aprenden de los papás, los abuelos que aprenden de los niños; las manitos juntas que aprenden la oración: "Angel de la guarda, dulce compañía...." (con tanto sabor a mamá en el recuerdo) y la propia oración que ya grandes aprendemos por los papás que están y por los que ya no; los que se fueron y aprendimos a quererlos lejos, los que se quedaron y nos siguen enseñando la constancia de querernos; el que arriesgó todo y nos enseñó el coraje; el que se desprendió de todo y nos enseñó el renunciamiento; lo que nos enseñó la enfermedad y los médicos y los otros enfermos; lo que nos enseña la pobreza y la marginalidad de los que no tiene nada. Y ni hablar de lo que nos enseñamos a nosotros mismos en el dolor, la soledad, el error...
La escuela es la escuela. El hogar, es una escuela. Los amigos, son una escuela. La vida, es una escuela y todos somos maestros y todos somos alumnos de tiempo completo.
A los maestros (de la escuela), feliz día. A los maestros, todos ustedes, de la vida, ¡Salud!

viernes, 20 de julio de 2007

Por suerte, una forma de evitar el spam. Temía (y aún temo) que mi saludo no fuera de ninguna utilidad. ¿Alguien le prestaría atención o definitivamente caería en la fosa común de los otros correos, mensajes de texto, tarjetas electrónicas, mensajitos, frases, dichos, etc. etc. etc., con que seguramente seremos bombardeados en este día del amigo? Y lo digo sin criticar y sin ánimo de ofender, porque evidentemente yo mismo estoy siendo parte de eso, con mis mails y con este blog mismo. Pero no puedo dejar de ser yo y acá voy... siendo lo que debo ser y con la seguridad de que quien lea este mensaje, será sólo aquel que lo quiera hacer. Lector, destinatario, amigo: no te sientas obligado a seguir. No lo pretendo, de veras. Podés quedarte con este saludo ¡FELIZ DIA DEL AMIGO! y seguir adelante con tu vida. Lo que viene más abajo, es el pesado texto de todos los años con la sola innovación de la "eligibilidad".

Ayer me preguntaba, mientras caminaba a mi casa, ¿qué son los amigos? ¿quiénes son amigos y quienes no? Si hoy vivimos en un mundo que dejó de creer en el amor para siempre, que dejó de creer en el amor divino, que movió los mismos cimientos del amor incondicional y absolutamente gratuito de los padres, de un mundo que… ¿tal vez dejó de creer en el amor? ¿Qué son los que no son padres, hermanos, hijos, esposos o novios, pero con los que hemos compartido vivencias y hemos caminado un pedazo de nuestras vidas juntos? Muchos hablan de que todos somos amigos, otros que solo unos pocos. Pero nadie puede definir esa relación que no obedece reglas, que no es obligatoria, ni genética, que no la unen ni desunen hijos o herencias o contratos. La amistad es la más libre de las elecciones tanto para forjarla, como para dejarla. Y es por eso mismo, la que más sufre también en el reparto del tiempo, porque las otras vienen cargadas de impostergables obligaciones. Se me ocurre pensar en un ejemplo... ningún jefe te dará un día libre para ir a cuidar un amigo enfermo.

Y a medida que los años pasan (y se acumulan) se multiplican las experiencias de los nuevos amigos, de los viejos amigos, de los que olvidamos y de los que nunca olvidamos. Yo hoy puedo afirmar que hay amigos a los que he querido a rabiar y les he dedicado alma y vida y a otros menos, mucho menos, y no puedo afirmar que los primeros se lo merecían más que los segundos.
Hay amigos... con los que han pasado cosas inexplicables. Uno de ellos, hace siete años que no veo ni volví a hablar con él. Y sigue, sin embargo, en mi corazón y ni siquiera va a saber que hablo de él porque no tengo su dirección de mail. Hay otro amigo que hace casi dos décadas que está en el extranjero, y en todo ese tiempo nos vimos tres o cuatro veces, y sin embargo ocupa un espacio de privilegio en mis afectos. Una amiga que debe hacer... ¿diez años que no veo? reclamó verme muchas veces, que se enojó (creo) y que sin embargo me escuchó cuando estuve mal y después se casó, se mudó y... aún no nos vimos. Increíble, increíble porque AUN es mi amiga. Y seguiría enumerando... ¿Quién se anima, entonces, a definir la amistad? Yo no puedo, yo sigo saludando a todos y queriendo a todos. Encima, el destierro de mi Córdoba querida hasta esta inconmensurable Buenos Aires, hace todo más difícil y confuso. Los viejos amigos parecen más viejos y más nostálgicos y más fuertes y más queridos. Los nuevos, más volátiles, distintos... A todos, sepan disculpar la universalidad de mi afecto, pero de veras, no tengan en cuenta la cantidad de tiempo que comparto o compartí con ustedes, porque siempre es poco y lo distribuyo mal. Y pago las consecuencias por ello. Quién diría que hoy no estaré con ninguno de ustedes... Pero dentro muy dentro de mi corazón, los quiero a todos. Estuve tentando de poner nombres, pero no. Sin nombres. El conciente olvida, el corazón no. Y los nombres, son enumeraciones del primero. Las listas que hace el corazón son azarosas, arbitrarias, pero no se borran. A los que recibieron el mail y visitaron este blog y leyeron hasta el final, GRACIAS!!!!!!! LOS QUIERO!!! FELIZ DIA!!!!