martes, 11 de enero de 2011
Baltasar
martes, 22 de diciembre de 2009
Mi "Papá" Noel
En mi familia, es una tradición juntarnos para la Navidad todos mis hermanos (ocho en total) y todos mis sobrinos (ya perdí la cuenta de ese número). A medianoche, alguien se disfraza de Papá Noel y reparte regalos a los niños… y para algunos grandes también. Si bien no siempre es el mismo, debo confesar, en detrimento de mi habitual modestia, que siempre fui el mejor para ese papel y que cada año que me toca hacerlo, mejoro un poco mi histrionismo.
Especialmente, quiero hoy recordar esa Navidad que fue tan especial para mí. En mi afán de hacer más realista el personaje, en vez de aparecer por un pasillo o desde dentro de una habitación, ese año me subí a la terraza y bajé, para sorpresa de todos, por un escalera de madera estratégicamente preparada para la ocasión, cargando la gigantesca bolsa blanca donde, antes, todos los tíos habíamos puesto los regalos para nuestros hijos. ¡No puedo describirles la emoción que es para mí ver los rostros de felicidad de los niños! Algunos más grandecitos ya saben o empiezan a sospechar… Pero están los que aún creen en la mágica figura de Papá Noel y cuando aparezco con la linterna y la bolsa, sus ojos se iluminan con un brillo que es mezcla de admiración, de expectativa, de temor. Empieza entonces el mágico rito de repartir los regalos. Saco un paquete de la bolsa, alguien lee el cartelito con el nombre allí escrito y entonces veo dos manitos temblorosas estirarse y una voz, casi en un hilo decir “¡soy yo!” y con sus bracitos rodean el paquete donde están contenidos todos los sueños y todos los desvelos de las últimas jornadas. Y ser un testigo privilegiado de esa reacción y ser yo, indignamente, el receptor de esa adoración, me hace agradecer a la vida cada Navidad en que soy el Papá Noel de ese año. Como cada año, ese Navidad, mis ojos se llenaron de lágrimas al ver la más pura inocencia en la ilusión de mis sobrinos. Me gustaría hacer una reflexión más profunda, pero mis estudios incompletos me hicieron menos expresivo de lo que quisiera y por eso son siempre mis ojos, y no mis palabras, los que acusan los verdaderos sentimientos que se desatan en mi interior.
Repartidos todos los regalos, aún en medio de la oscuridad (siempre apagamos las luces para que los niños más perspicaces no sospechen) los niños me dieron un beso en mi falsa barba de plástico y me despedí sin hablar, subiendo por la escalera y desapareciendo por la azotea. No fue difícil después salir de la casa, pues todos los niños estaban entretenidos desgarrando los envoltorios y mostrándole a todo el mundo lo que les trajo Papá Noel.
Salgo a la calle, me subo al auto y voy hasta mi casa (unas pocas cuadras de donde se festejaba la Navidad) para sacarme el traje y volver a ser el mismo de antes, a despegarme ese mágico disfraz que por algunos minutos me hace un ser venido del más allá, el mito viviente, el pródigo benefactor. Llego a casa, detengo el auto frente al portón de la cochera y me bajo para abrirlo cuando… por la vereda se acercan dos niñitos pequeños tomados de la mano. Y se quedan ahí, como detenidos en el tiempo, paralizados, escrutándome. Yo, inconsciente al principio de lo que sucedía, seguía buscando entre los bolsillos del verdadero pantalón (por debajo del traje) la llave del portón, preguntándome qué hacían esos niños solos a esas horas de la noche y por qué me miraban tan fijamente. Y en un momento se hace la luz y caigo en la cuenta de que aún soy el personaje, de que si bien el momento mágico ha terminado para mí y para mi familia, el disfraz le dice a los ojos tiernos de los dos pequeños desconocidos, que aún soy Papá Noel. Vuelvo, entonces, a ser el de hace unos minutos; oculto en la barba y el traje rojo y en el cinto negro, soy otra vez y en el alma de esas dos pequeñas criaturas, la Navidad. Ahora soy yo el queda detenido en el tiempo. Hubiera dado un mundo por saber qué pasaba en esas cabecitas, que sentían esos cuerpitos cuyos ojos, de tan grandes que los tenían abiertos, desbordarían, al ver frente suyo y en exclusividad, al mismísimo Papá Noel. Sus sonrisas de dientes pequeños y separados produjeron tal sacudón a mi inmovilidad que empecé a buscar desenfrenadamente cualquier cosa que tuviera en mis bolsillos, un caramelo, una golosina… pero nada. No sé si ellos esperaban algo. Los niños son sorprendentes en la simpleza de sus expectativas. ¡Pero yo era Papá Noel y mi bolsa estaba vacía! Al fin, sin nada para darles, caí de rodillas y los abracé y les dije con voz impostada ¡Feliz Navidad! y ellos dieron media vuelta y salieron corriendo a contar una historia que nadie creería: en la calle se había encontrado con Papá Noel.
La vida en su dinamismo nos muestra, a veces, su peor faz y lo atestiguan los duros golpes que me deparó el destino. Esta vez, sin embargo, me mostró su costado más loable, casi en un intento de compensar. Y así lo tomé. No sé cuánto tiempo pasé hincado en la vereda, no queriendo despertar de la embriaguez, de esa ilusión de que la ilusión sea real, de que el verdadero Papá Noel exista porque entonces, existen el bien, la generosidad, las ganas de ser mejor; y que existe la niñez… y la pureza… y la esperanza. No sé bien cuándo ni cómo sucedió. En algún momento me desperté y volví a lo cotidiano y me quité el disfraz de mi piel y volví a ser el hombre común, el padre y el tío que mejor hacía de Papá Noel. Pero llevo conmigo este verdadero regalo navideño y se lo cuento ahora a mi familia para que ellos me ayuden a conservarlo a través de los años.
jueves, 11 de diciembre de 2008
(Cuento de navidad)
Como una filmación casera vuelta a reproducir, todo ocurrió de la misma manera: el baile ritual y la bolsa lidiando con mi pie, escapando, inflándose de viento, girando sobre sí misma, aprovechando las corrientes para elevarse como un globo aerostático. Y el tercer día lo mismo y el cuarto lo mismo. Y la víspera de la Navidad… casi lo mismo. Porque esta vez apareció y no sé si por la nostalgia propia de la fecha, ya no pude echarla. Es más, esperaba su llegaba y estoy seguro que la hubiera extrañado si, con su oreja de nudo caída, no hubiese aparecido rezumando su gacha mansedumbre. Esta vez la dejé entrar y ella, sorprendida, avanzó hasta el medio del garaje y se quedó como mirándome, no sé si esperando a que fuera a patearla o tal vez, azorada de su propia libertad de estar ahí, por fin, sin restricciones. Terminé de abrir el portón y ella se corrió hacia un costado para que entrara el auto. Así lo hice y cuando me bajé, me detuve otra vez a mirarla. Aún sin viento, la oreja rota se elevó en al aire y la bolsa abrió la boca, propiamente como si fuera a decir algo. Y yo esperaba que así fuera, tanto, que me quedé mirándola atento porque tenía la sensación de que hablaría o ladraría o no sé que saludo onomatopéyico emitiría. Se arrastró algunos centímetros en mi dirección y se detuvo a mis pies. Después de casi un minuto, me reí de mí mismo y fui a cerrar el portón. Una hoja, dos, tres y otra vez sentí su serpenteo acercándose, las dos asas elevadas (la del nudo parecía estar más arriba que la otra) y aún cuando no había ninguna corriente de aire, la bolsa de nylon blanca palpitaba a mis pies, en ritmo sinusal, abriendo y cerrando su blanca boca.
Y era como hablar. Algo iba a decirme o… algo me decía. Qué hace una bolsa blanca, anónima, vacía, comportándose como una pequeña mascota, yendo y viniendo, insistiendo en entrar a mi casa, insinuándose, abriendo su boca… Una idea se cruzó por mi cabeza, una idea loca, que después tomó forma y ya no pareció tan loca y finalmente fue certeza. Papá Noel. Me visitaban las viejas ilusiones de la niñez, me invadía la nostalgia del regalo esperado, de ver llegar justo a las doce, en un programado apagón de luces, con una linterna, alguno de mis tíos disfrazado portando una gigantesca bolsa blanca llena de regalos. Papá Noel. En vísperas de Navidad, allí estaba, con su bolsa blanca… pero vacía. Y vacía, sí, porque esta vez me tocaba llenarla. No iba yo a sacar algo de ella, con el nombrecito pegado en el paquete. Iba a poner algo dentro. E iba a dejar que se lleve todo lo que yo metiera. Nunca había recibido un regalo así, un regalo… al revés. ¿Qué pondría? De repente sentía en mis manos y en mis ojos, todas las sensaciones de la niñez, la ilusión de la Navidad. ¿Que dejaría dentro de la bolsa blanca? Todo aquello que me pesaba y de lo que quería desembarazarme. Puse mis quejas y mis protestas de panza llena, los pequeños y vanos anhelos, los deseos superficiales. La bolsa se llenó con todas las incredulidades que de grande me hicieron grande; se llenó de desesperanza, de materialidad, de rigidez, de ambición, de todo aquello que con los años me privó de la madurez de la infancia; puse algunos enojos, algunos gritos, algunos rencores; puse abrazos negados, empujones, pisotones. La bolsa palpitaba al compás de mis depósitos y creció y creció y llegó a ser tan grande como la bolsa de Papá Noel de aquellas Nochebuenas de la infancia. Yo, como ella, vibraba de emoción, de espíritu navideño, de angelitos que sobrevolaban este mágico encuentro. Dos lágrimas cayeron de mi ojos justo dentro de la bolsa y ésta, sola, se cerró con dos nudos, me esquivó, se arrastró pesadísima hasta la calle, y enseguida emprendió un vuelo, como llevada por pájaros, hacia el medio de la noche que comenzaba a caer y se llevó todo, les juro que se llevó aquello que angustiaba mi corazón y todo lo me quedó me pareció bello, vibrante, vivible. Esa Navidad abracé como nunca, reí a más no poder y elevé los ojos a la simbólica estrella y le dije, al Niñito Dios, “gracias por todo” y “ayudame a ser más bueno” y me sentí, ante la vida, como el niño aquel que se sentaba frente a los obsequios de navidad con los ojos llenos, llenos de felicidad.
domingo, 20 de julio de 2008
FELIZ DIA MIS AMIGOS!!!!
martes, 11 de diciembre de 2007
Con la mirada en el horizonte del sol que nace, siento crecer, en estas vísperas navideñas, esa esperanza, esa fuerte esperanza, esa profunda convicción de que algo mejor, viene. A pesar de los mensajes de muerte que escuchamos a diario, a pesar de la prédica mediática de vivir el hoy y sólo el hoy. Estoy convencido de que no desparramo mis ladrillos, sino que los estoy poniendo uno sobre el otro y que busco hacer una torre alta y firme donde después subir y gozar del paisaje, pero donde otros puedan subir también, ahora y después. Busco con fervor no solo gastar, sino también crear; no sólo consumir, sino también fabricar; que si bebo el agua que otro me sirvió, no me iré dejando el vaso vacío, sino que volveré a llenarlo. Y conozco mucha gente con las mismas intenciones. Entiendo que los hombres somos hermanos de los que hoy estamos y de los que fueron antes que nosotros y nos dejaron la tierra que habitamos y de los que vendrán después, y vivirán sobre la tierra que le dejemos. Sé que es posible, que está en la libertad de cada uno elegir sumar, agrandar, agregar... abrazar. Mientras mis pies transitan el camino de los escollos, mis ojos se elevan hacia esa meta, larga peregrinación de generaciones que nos reencontraremos algún día en un casa que estará hecha por todos. Y cada año, contemplando un pesebre, me vuelve a nacer la dicha de seguir construyendo, de sentirme un brote de ese árbol. Y me dan ganas de esperanzar la lucha, de esperanzar la espera, de esperanzar también, el gozo y la alegría, de no bajar los brazos pues los resultados no son inmediatos..................................
martes, 11 de septiembre de 2007
¿Quien no deja de olvidar a a los maestros? Yo, que soy extramadamente desmemoriado, no recuerdo siquiera los nombres de mis maestras de los primeros años. Pero aún cuando trate de lograr esa memoria, ¿podré recordar cuánto esfuerzo les costó hacerme leer la primera palabra o sacar mi primera suma? ¿Quién recuerda a los padres cuando nos tomaban de las manos para que diéramos los primeros pasos, cuando respondían hasta el cansancio nuestros porqués, cuando soportaban con dolor nuestro rencor por los tantos no? ¿Quien fue testigo de los ojos enrojecidos de las maestras corrigiendo pruebas y preparando sus clases? ¿Quién recuerda como lecciones las reacciones del amigo que nos gritó o se enojó? ¿Quién recuerda lo que aprendimos con los "no te quiero más"? Cuántos maestros pasaron por nuestras vidas, cuántas velas se encendieron para que seamos la luz que somos. Maestros y alumnos. Alumnos y maestros. Este pensamiento nació de alquien que hoy, día del maestro, me saludó (inmerecidamente) y me conmovió y me dije... ¿cuál de los dos es el maestro, si yo aprendí de él tanto (y fueron tiempos duros los que compartimos en nuestro quasi exilio)? Y me surgen más cosas desordenadamente: los niños que aprenden de los papás, los abuelos que aprenden de los niños; las manitos juntas que aprenden la oración: "Angel de la guarda, dulce compañía...." (con tanto sabor a mamá en el recuerdo) y la propia oración que ya grandes aprendemos por los papás que están y por los que ya no; los que se fueron y aprendimos a quererlos lejos, los que se quedaron y nos siguen enseñando la constancia de querernos; el que arriesgó todo y nos enseñó el coraje; el que se desprendió de todo y nos enseñó el renunciamiento; lo que nos enseñó la enfermedad y los médicos y los otros enfermos; lo que nos enseña la pobreza y la marginalidad de los que no tiene nada. Y ni hablar de lo que nos enseñamos a nosotros mismos en el dolor, la soledad, el error...
La escuela es la escuela. El hogar, es una escuela. Los amigos, son una escuela. La vida, es una escuela y todos somos maestros y todos somos alumnos de tiempo completo.
A los maestros (de la escuela), feliz día. A los maestros, todos ustedes, de la vida, ¡Salud!
viernes, 20 de julio de 2007
Por suerte, una forma de evitar el spam. Temía (y aún temo) que mi saludo no fuera de ninguna utilidad. ¿Alguien le prestaría atención o definitivamente caería en la fosa común de los otros correos, mensajes de texto, tarjetas electrónicas, mensajitos, frases, dichos, etc. etc. etc., con que seguramente seremos bombardeados en este día del amigo? Y lo digo sin criticar y sin ánimo de ofender, porque evidentemente yo mismo estoy siendo parte de eso, con mis mails y con este blog mismo. Pero no puedo dejar de ser yo y acá voy... siendo lo que debo ser y con la seguridad de que quien lea este mensaje, será sólo aquel que lo quiera hacer. Lector, destinatario, amigo: no te sientas obligado a seguir. No lo pretendo, de veras. Podés quedarte con este saludo ¡FELIZ DIA DEL AMIGO! y seguir adelante con tu vida. Lo que viene más abajo, es el pesado texto de todos los años con la sola innovación de la "eligibilidad".
Ayer me preguntaba, mientras caminaba a mi casa, ¿qué son los amigos? ¿quiénes son amigos y quienes no? Si hoy vivimos en un mundo que dejó de creer en el amor para siempre, que dejó de creer en el amor divino, que movió los mismos cimientos del amor incondicional y absolutamente gratuito de los padres, de un mundo que… ¿tal vez dejó de creer en el amor? ¿Qué son los que no son padres, hermanos, hijos, esposos o novios, pero con los que hemos compartido vivencias y hemos caminado un pedazo de nuestras vidas juntos? Muchos hablan de que todos somos amigos, otros que solo unos pocos. Pero nadie puede definir esa relación que no obedece reglas, que no es obligatoria, ni genética, que no la unen ni desunen hijos o herencias o contratos. La amistad es la más libre de las elecciones tanto para forjarla, como para dejarla. Y es por eso mismo, la que más sufre también en el reparto del tiempo, porque las otras vienen cargadas de impostergables obligaciones. Se me ocurre pensar en un ejemplo... ningún jefe te dará un día libre para ir a cuidar un amigo enfermo.
Hay amigos... con los que han pasado cosas inexplicables. Uno de ellos, hace siete años que no veo ni volví a hablar con él. Y sigue, sin embargo, en mi corazón y ni siquiera va a saber que hablo de él porque no tengo su dirección de mail. Hay otro amigo que hace casi dos décadas que está en el extranjero, y en todo ese tiempo nos vimos tres o cuatro veces, y sin embargo ocupa un espacio de privilegio en mis afectos. Una amiga que debe hacer... ¿diez años que no veo? reclamó verme muchas veces, que se enojó (creo) y que sin embargo me escuchó cuando estuve mal y después se casó, se mudó y... aún no nos vimos. Increíble, increíble porque AUN es mi amiga. Y seguiría enumerando... ¿Quién se anima, entonces, a definir la amistad? Yo no puedo, yo sigo saludando a todos y queriendo a todos. Encima, el destierro de mi Córdoba querida hasta esta inconmensurable Buenos Aires, hace todo más difícil y confuso. Los viejos amigos parecen más viejos y más nostálgicos y más fuertes y más queridos. Los nuevos, más volátiles, distintos... A todos, sepan disculpar la universalidad de mi afecto, pero de veras, no tengan en cuenta la cantidad de tiempo que comparto o compartí con ustedes, porque siempre es poco y lo distribuyo mal. Y pago las consecuencias por ello. Quién diría que hoy no estaré con ninguno de ustedes... Pero dentro muy dentro de mi corazón, los quiero a todos. Estuve tentando de poner nombres, pero no. Sin nombres. El conciente olvida, el corazón no. Y los nombres, son enumeraciones del primero. Las listas que hace el corazón son azarosas, arbitrarias, pero no se borran. A los que recibieron el mail y visitaron este blog y leyeron hasta el final, GRACIAS!!!!!!! LOS QUIERO!!! FELIZ DIA!!!!