martes, 11 de enero de 2011

Baltasar

¡Qué calor tengo! Aunque descubro que saber que iba a tener calor, no lo amengua. ¡Y son apenas las seis de la mañana! ¿Cuánto tardarán en llegar los reyes? Eso me pregunté hace cuarenta años en este mismo rincón, el escondite perfecto donde tenía una vista privilegiada de los baldes con agua y con pasto que habíamos dejado al lado del pesebre. No sabía si estaba más ansioso por el regalo que recibiría o por conocer a los reyes. A mí solito se me había ocurrido la idea. Estaba cansado que el Raulito, el más fastidioso de mis vecinos, me dijera que los reyes eran los padres. Yo le iba a demostrar (“me” lo iba a demostrar) que los Reyes sí existían. Aquel hueco entre el sillón del living y la estufa de leña era ideal. Ni a plena luz del día casi podía distinguirse lo que allí había. Pero, por las dudas, me había llevado el cubrecama para hacer una especie de carpa. No podrían saber que yo estaba allí escondido. Para que nadie descubriera mi estratagema, había tenido que esperar a que papá, mamá y mis hermanos se hubiesen dormido. Ser el más chico de la familia tiene sus costos. Mucha paciencia había tenido para mis escasos seis añitos. Sin embargo, con la fuerza de la decisión, había aguantado y allí estaba, agazapado como en una trinchera, lleno de preguntas. ¿A qué hora pasarían? ¿Sería durante la noche o en la madrugada? ¿Alcanzaría un solo balde de pasto para los tres camellos? Si comían en cada casa que visitaban, sí. ¿Cómo entraban a la casa? ¿Los camellos harían ruido de pasos como si fuesen caballos? En mi escondite secreto hacía más y más calor. De la calle, los autos que pasaban hacían dibujitos con las luces, como estrellas fugaces que pasaban iluminando las paredes. Mis párpados pesados jugaban con adivinar por dónde vendría el siguiente destello. A medida que más tarde se hacía, más tranquila se ponía la calle y menos luces cruzaban el cuarto. No sé cuánto pasó hasta que por fin, con la fuerza de un relámpago, una gran estela azul cruzó por el techo y las paredes y se detuvo, sin desvanecerse, sobre la estrella de Belén del pesebre. No había ningún sonido, pero la luz no desaparecía. Sobre la misma estrella, el resplandor brilló con más intensidad y comenzó a parpadear. Y entonces oí ruido de pasos. Muchos pasos. De repente sobre la pared opuesta al pesebre, parecía haberse abierto un gran hueco rodeado de luz y de a uno fueron entrando los tres Reyes Magos. El último era Baltasar; lo distinguí porque era negro. Con las manos arrebatadas de paquetes se acercaron al pesebre. Eran mucho más altos de lo que imaginaba. Me decepcionó un poco no ver a los camellos. Tal vez esperaban afuera. Baltasar dejó el regalo esperado sobre mis zapatos. Los otros dos, hicieron lo propio en el resto de los zapatos. Después tomaron los baldes con el agua y el pasto y salieron los tres. Al rato, volvió Baltasar para dejar los baldes vacíos otra vez junto al pesebre. Y cuando así lo hizo, se dio vuelta y me miró. Yo me acurruqué más atrás aún en mi escondite. Era imposible que allí me viese. Pero el siguió mirándome fijo y comenzó a caminar hacia mí. Toda la fantasía, toda la emoción se habían convertido en pánico. Recién ahora reflexionaba que tal vez ellos no querían ser vistos; quizá por eso venían furtivamente por las noches. ¿Qué pasaría ahora que los había descubierto? ¿Se enojarían? No, entenderían, si yo les explicara, que todo esto lo hacía no por curiosidad, sino para demostrarle al incrédulo del Raulito que ellos no era una mentira de los padres. Baltasar seguía mirándome fijamente y cuando mi pequeño corazón parecía que iba a estallar de miedo, me sonrió. Se inclinó sobre mí y con suavidad quitó el cubrecama dejándolo caer al suelo y descubriendo mi escondite secreto. En ese momento el rugido de auto volvió a llenar la habitación de luz y quedé enceguecido, al punto ya no pude distinguir más el Rey Mago que se acercaba. Esta vez la luz del auto tampoco se fue y toda la habitación estaba iluminada como si fuera de día. Y era de día. Tardé algunos segundos más en reaccionar y entender bien lo que ocurría. Allí estaba yo, acurrucado en mi rincón con la cabeza apoyada en el suelo. A los pies de mamá estaba el cubrecama que otrora fuera mi tienda de campaña. Me sonrió y con el dulce reproche de “¿qué hacés acá?”, me tomó por las piernas y por la espalda, me levantó del suelo y me llevó a la cama. Al pasar, con mi cabeza desmayada en sus brazos, pude ver, sobre mis zapatos, el mismo paquete que dejara Baltasar unos minutos atrás. Así es, ése es el recuerdo más extraño y más emocionante que tengo de la noche de reyes. Y ahora estoy de nuevo, cuarenta años después, agazapado en el mismo rincón, esperando. Pasé casi toda la noche durmiendo en una cama que, a pesar de ser la de mi niñez, ahora me resulta extraña. Me levanté con los primeros albores del día y tan en silencio estaba la casa que vine, cubrecamas en mano, a ocultarme otra vez a mi rincón. A esperar otra vez el gran acontecimiento. Hace un rato que estoy acá y ya tengo las piernas medio acalambradas, lo que me recuerdo que los años que pasaron son muchos. Pero sin embargo, la epifanía está apunto de ocurrir otra vez. Siento venir desde las habitaciones unos pasos sigilosos, casi arrastrados. No son reyes ni camellos. No es Baltasar. Pero sus brazos están llenos de regalos. Recién entonces descubro que no pusimos los zapatos ni el agua ni el pasto. Ella también lo nota. Claro, ya no hay niños en la familia, los más pequeños son adolescentes. Sin embargo, no se inmuta de que hayamos olvidado la ilusión y la frescura de la niñez. Ella las conserva por nosotros. Y acomoda prolijamente alrededor del pesebre todos los presentes, con sus envoltorios y los infaltables cartelitos. Esta vez, ni siquiera sospecha que como hace cuarenta años estoy allí, otra vez, agazapado, presenciando el milagro de cada año. Sin mirar atrás, sin descubrir mi escondite, se marcha, tal vez a dormir otro rato, o tal vez a poner la pava y prepararse unos mates mientras espera que todos se levanten. Hoy, seis de enero, todos los que dormimos en la casa, hijos, yernos y nueras, nietos y nietas, tendremos un regalo de reyes. Todos, menos ella.

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