jueves, 11 de diciembre de 2008



Un regalo al revés
(Cuento de navidad)
La bolsa de nylon, blanca, sin ninguna figura impresa, parecía tener vida propia. Caminaba sobre la vereda, movida por el viento, deslizándose como si fuese un pequeño animal. Una de sus manijas estaba rota y vuelta a unir con un nudo. El auto ronroneaba frente al garage mientras, una por una, abría las hojas del portón. La bolsa aceleró su marcha y se metió adentro. Fui a buscarla y, para no tocarla, la enganché con la punta del pie y la empujé hacia afuera. La bolsa se aferró a mi zapatilla como si estuviese pegada. Di varias patadas en el aire, sacudiendo el pie pues no quería tomarla con la mano. Al fin, en una ráfaga de viento, se zafó de mi pie y voló, redonda, con sus manijas desparejas, haciendo piruetas. Terminé de abrir el portón, entré el auto y cuando fui a cerrarlo... allí estaba otra vez, sobre la vereda, reptando sigilosamente hacia mi puerta, con la manija sana en alto y la del nudo, contra el suelo. Me paré en medio de la vereda y cuando llegó hasta mí, otra vez la enganché con el pie y otra vez fue esa especie de floreo, ella aferrada a mi zapatilla y yo, coceando en el aire como un bailarín clásico. Caminé varios metros y al fin logré despedirla. Se alejó por la vereda y súbitamente volvió a elevarse. La seguí hasta que se hizo pequeña y no la vi más.
Hasta el otro día.
Como una filmación casera vuelta a reproducir, todo ocurrió de la misma manera: el baile ritual y la bolsa lidiando con mi pie, escapando, inflándose de viento, girando sobre sí misma, aprovechando las corrientes para elevarse como un globo aerostático. Y el tercer día lo mismo y el cuarto lo mismo. Y la víspera de la Navidad… casi lo mismo. Porque esta vez apareció y no sé si por la nostalgia propia de la fecha, ya no pude echarla. Es más, esperaba su llegaba y estoy seguro que la hubiera extrañado si, con su oreja de nudo caída, no hubiese aparecido rezumando su gacha mansedumbre. Esta vez la dejé entrar y ella, sorprendida, avanzó hasta el medio del garaje y se quedó como mirándome, no sé si esperando a que fuera a patearla o tal vez, azorada de su propia libertad de estar ahí, por fin, sin restricciones. Terminé de abrir el portón y ella se corrió hacia un costado para que entrara el auto. Así lo hice y cuando me bajé, me detuve otra vez a mirarla. Aún sin viento, la oreja rota se elevó en al aire y la bolsa abrió la boca, propiamente como si fuera a decir algo. Y yo esperaba que así fuera, tanto, que me quedé mirándola atento porque tenía la sensación de que hablaría o ladraría o no sé que saludo onomatopéyico emitiría. Se arrastró algunos centímetros en mi dirección y se detuvo a mis pies. Después de casi un minuto, me reí de mí mismo y fui a cerrar el portón. Una hoja, dos, tres y otra vez sentí su serpenteo acercándose, las dos asas elevadas (la del nudo parecía estar más arriba que la otra) y aún cuando no había ninguna corriente de aire, la bolsa de nylon blanca palpitaba a mis pies, en ritmo sinusal, abriendo y cerrando su blanca boca.
Y era como hablar. Algo iba a decirme o… algo me decía. Qué hace una bolsa blanca, anónima, vacía, comportándose como una pequeña mascota, yendo y viniendo, insistiendo en entrar a mi casa, insinuándose, abriendo su boca… Una idea se cruzó por mi cabeza, una idea loca, que después tomó forma y ya no pareció tan loca y finalmente fue certeza. Papá Noel. Me visitaban las viejas ilusiones de la niñez, me invadía la nostalgia del regalo esperado, de ver llegar justo a las doce, en un programado apagón de luces, con una linterna, alguno de mis tíos disfrazado portando una gigantesca bolsa blanca llena de regalos. Papá Noel. En vísperas de Navidad, allí estaba, con su bolsa blanca… pero vacía. Y vacía, sí, porque esta vez me tocaba llenarla. No iba yo a sacar algo de ella, con el nombrecito pegado en el paquete. Iba a poner algo dentro. E iba a dejar que se lleve todo lo que yo metiera. Nunca había recibido un regalo así, un regalo… al revés. ¿Qué pondría? De repente sentía en mis manos y en mis ojos, todas las sensaciones de la niñez, la ilusión de la Navidad. ¿Que dejaría dentro de la bolsa blanca? Todo aquello que me pesaba y de lo que quería desembarazarme. Puse mis quejas y mis protestas de panza llena, los pequeños y vanos anhelos, los deseos superficiales. La bolsa se llenó con todas las incredulidades que de grande me hicieron grande; se llenó de desesperanza, de materialidad, de rigidez, de ambición, de todo aquello que con los años me privó de la madurez de la infancia; puse algunos enojos, algunos gritos, algunos rencores; puse abrazos negados, empujones, pisotones. La bolsa palpitaba al compás de mis depósitos y creció y creció y llegó a ser tan grande como la bolsa de Papá Noel de aquellas Nochebuenas de la infancia. Yo, como ella, vibraba de emoción, de espíritu navideño, de angelitos que sobrevolaban este mágico encuentro. Dos lágrimas cayeron de mi ojos justo dentro de la bolsa y ésta, sola, se cerró con dos nudos, me esquivó, se arrastró pesadísima hasta la calle, y enseguida emprendió un vuelo, como llevada por pájaros, hacia el medio de la noche que comenzaba a caer y se llevó todo, les juro que se llevó aquello que angustiaba mi corazón y todo lo me quedó me pareció bello, vibrante, vivible. Esa Navidad abracé como nunca, reí a más no poder y elevé los ojos a la simbólica estrella y le dije, al Niñito Dios, “gracias por todo” y “ayudame a ser más bueno” y me sentí, ante la vida, como el niño aquel que se sentaba frente a los obsequios de navidad con los ojos llenos, llenos de felicidad.